Érase una vez una ostra y un pez. La ostra habitaba las aguas tranquilas de un fondo marino y era tal la belleza, colorido y armonía del movimiento de sus valvas que llamaban la atención de cuantos animales por allí pasaban.
Un día acercó a pasar por el lugar un pez que quedó prendado al instante. Se sintió sumamente atraído por la ostra y deseó conocerla con todo su ser. Sintió un fuerte impulso de entrar en los más recónditos lugares de aquél animal misterioso. Y así, partió veloz y bruscamente hacia el corazón de la ostra, pero ésta cerró, también bruscamente, sus valvas. El pez, por más y más intentos que hacía para abrirlas con sus aletas y con su boca, aquellas más y más fuertemente se cerraban, pensó entonces en alejarse, esperar a cuando la ostra estuviera abierta, y en un descuido de ésta, entrar veloz sin darle tiempo a que cerrar sus valvas. Así lo hizo, pero de nuevo la ostra se cerró con brusquedad. La ostra era un animal extremadamente sensible y percibía cuantos mínimos cambios en el agua ocurrían, y así, cuando el pez iniciaba el movimiento de acercarse, ésta se percataba de ello y al instante cerraba sus valvas.